San Miguel Hernández
Por Abel Ibarra
Dos santos se quedaron fuera de la beatificación que hizo el Vaticano de los mártires de la Guerra Civil Española: Federico García Lorca y Miguel Hernández. En el caso de Lorca, apellido segundo con el que la gente lo saca del barranco de los sacrificados, el asunto no resulta tan grave. Sobre todo, porque cada vez que se encienden los cenitales sobre el entarimado donde habitan los personajes creados por él, hay una celebración plural que lo regresa al espacio sagrado de las obras donde Federico vive dándole vueltas al mundo nuestro de cada día. Amén.
A pesar de que no se sabe por dónde andan sus huesos, cada vez que un andaluz se llene de alegría, siempre que respire una guitarra y mientras haya quien pise las calles de Nueva York, se repetirá el milagro de las metáforas que lo pusieron a vivir para siempre.
Pero Miguel Hernández, ángel provinciano, es el príncipe de los preteridos que siempre llegó tarde a la fiesta de la vida. Desde que nace pobre de solemnidad en Orihuela (nombre que huele a naranjas, aceitunas, granadas y turrones) hasta que muere con sus pulmones llenos de vacío y tuberculosis en el laberinto carcelario, todo fue un camino de suplicios, un calvario de postergaciones que lo colocan en la vía dolorosa de los mártires que merecen la beatificación.
Algunos alegatos
Uno de sus dramas es que al poeta siempre le impusieron el destino, incluida la guerra. Y sólo se le impone el destino a los inocentes, condición que ya, de por sí, le merece la vida eterna. Su primer libro, que quiso llamar Poliedros, fue cambiado por razones de mercadeo (según se dice hoy en día) a Perito en lunas, título mágico y premonitorio extraído de un verso de los poemas que conforman el libro. Desde allí quedó condenado a ser una metáfora de sí mismo: un satélite de su propio sueño: ¿Qué quería Miguel? Bueno, según su historia, seguir pastoreando cabras y escribir la poesía más universal. Difícil asunto. Pero lo cumplió con estoicismo extremo en todos los trámites de su vida de relegado.
Cuando fueron publicados sus primeros textos en “El Pueblo” de Orihuela y en “El Día” de Alicante, el mundo se le comenzó a poner chiquito. Decidió entonces un viaje a la metrópoli provinciana del Madrid de 1931 para abrirse los caminos. Atrás quedaron las tertulias con sabor a harina junto al horno de los Fenoll, donde se hizo amigo de Ramón Sijé. Pero la aventura citadina se le convirtió en suplicio.
Los poemas primigenios bajo el brazo, algunas recomendaciones que pujaban por ayudarlo en su búsqueda del éxito literario y vital, la precaria asistencia económica de unos pocos amigos de Orihuela, la reseña de las revistas “La Gaceta Literaria” y “Estampa” (noticiando su presencia y clamando por ayuda oficial para conseguirle un trabajo al poeta-pastor) sólo fueron buenas intenciones que le empedraron el camino del retorno a Orihuela. Regresó a su pueblo con más huecos en los zapatos de los que tenía cuando salió a perseguirse a sí mismo. Y eso duele.
Acusado
Lo peor que le pasó a Miguel Hernández, literariamente hablando, fue haberse atrevido a escribir en homenaje a Góngora Perito en Lunas, porque quiso meterse (tratando de ganarse el derecho a existir poéticamente) en una Generación, la del 27, que no le correspondía. Eso de querer igualarse a gente que no es de la misma época ni edad, resulta una tentación al diablo de lo desconocido y por tanto una herejía. Pero Góngora, más allá de todo, le sopló desde ultratumba su sino poético cuando, preterido también, tuvo que retirarse a Córdoba a escribir sus Soledades y le dijo: “El que de cabras fue dos veces ciento”. Asunto que para Miguel era una condición natural.
De todos modos, resultó tachado de hermético, enigmático y gongorino, triple pecado del cual intentó librarse, por fortuna, sin lograrlo nunca del todo.
Miguel (perdónenme la confianza, pero esto es un asunto personal) resume la gran paradoja de su vida: todo lo condena y todo lo redime. Cuando pretende venderle un ejemplar del Gallo crisis, revista que había fundado con Ramón Sijé en Orihuela, a Pablo Neruda, el gran pontífice poético del momento, éste le responde: “Querido Miguel, siento decirte que (…) Le hallo demasiado olor a iglesia, ahogado en incienso”. Sentencia lapidaria que le cercena el ansia editorial y la posibilidad de entrar temprano en el cielo de los consagrados.
La redención
Pero es el mismo Neruda quien nos da argumentos para su absolución. En un pasaje de “Confieso que he vivido”, libro de sus memorias, dice que: “Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él. Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea”. Por eso mismo se ocupó en buscarle trabajo entre el laberinto seco y administrativo que conoció gracias a su cargo diplomático en Madrid.
El benefactor era un vizconde (cuyo nombre no conocemos por olvido de Neruda) que leía y admiraba los versos de Miguel, tanto, que preguntó acerca del cargo que deseaba el poeta de Orihuela. Cuenta Neruda en el mismo libro, que le dio, alborozado, la buena nueva a Miguel Hernández: “al fin tienes un destino. El vizconde te coloca. Serás un alto empleado. Dime qué trabajo deseas ejecutar para que decreten tu nombramiento”.
Después de muchas cavilaciones, enjuto, con sus ojos brillantes de sus mismos sueños, Miguel Hernández le respondió preguntando: “¿No podría el vizconde encomendarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?”.
El epitafio
Cuando en una elegía es rememorado un hecho trágico de manera estruendosa y laudatoria, es porque en el fondo se tiene la esperanza de negar la muerte igualadora.
Es lo que hace Jorge Manrique al preguntarse, “¿Qué se hizo el rey don Juan? / Los infantes de Aragón / ¿qué se hicieron?”; como esperando la posibilidad de una respuesta que los regrese de su mundo de sombras. Lo mismo que ocurre en el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejía”, cuando Lorca pone a vivir otra vez al torero, aunque sea por un instante, “Como un río de leones / su maravillosa fuerza, / y como un torso de mármol / su dibujada prudencia”.
Pero con Miguel Hernández la esencia reivindicatoria de la elegía es llevada hasta sus últimas consecuencias cuando se convierte en premonición de la muerte propia. La dedicatoria misma de la escrita a Ramón Sijé “con quien tanto quería”, resulta un proyecto funerario a futuro, quizá como el pago de la deuda que quedó cuando Miguel abandonó Gallo Crisis
Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco
a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes
son ustedes.