Hay días pródigos en experiencias chismosas, donde uno es testigo medio involuntario de conversaciones dignas de grabar. Y lo de “medio involuntario” viene porque no importa cuán insultado uno esté con el tema, uno sigue dando oreja para oír hasta dónde llega el absurdo y la desmesura.
Conversaciones, decía. Una entre cubanos (sobre la caricatura del New Yorker) y otra entre venezolanos, sobre (agarrénse) ¡la caricatura en Cuba !
Al oír el debate tan espeso sobre el humorismo gráfico en Cuba, decidí admitir que otras nacionalidades pueden aportar individuos igual de comemierdas, desinformados y atorrantes.
No estamos solos, la competencia existe, santo dios.
Volviendo a los cubanazos de la dichosa portada del New Yorker, no sé si vale la pena que lo diga:
Ningún caricaturista debería tener que dar explicaciones sobre su obra, y si los demás se desguazan juzgándola, debería ser problema de ellos.
El que no quiera o no sepa ver la caricatura como lo que es, problema de él o de ella. El que se pone a milimetrar sobre si la decisión editorial de publicarla fue acertada o no, podría emplear mejor su tempo. Toda esa alharaca, a favor y en contra, alimenta la pacatería rampante de este mundo. Es sin dudas una insensatez y una fruslería, IMHO.
Digo yo, habiendo tantos otros problemas un pelín más graves.
A Obama no hay que malcriarlo y meterlo en una burbuja porque es joven, negrito y demócrata. A Obama le sobran espuelas para defenderse él solito.
Eso solo le da argumentos a los republicanos y/o conservadores, y parece que la gran mayoría de ellos son insufribles en esta época.
Tal parece que las campañas electorales las llevan los tres venezolanos que tan alegremente reinventaban el disparate disertando sobre un humor gráfico cubano que debe existir en una dimensión paralela. Con la ayuda de los cubanazos criticones del New Yorker.
A veces, oídos sordos ayudan a la salud.